viernes, 29 de octubre de 2021

El Movimiento de la Reforma

Reducir la Reforma a una fecha y a una persona sería empobrecer la magnitud y profundidad del concepto. Los datos históricos nos muestran que este movimiento que tiene como objetivo la transformación tanto de la cabeza como la de los miembros del cuerpo de la iglesia, comienza mucho tiempo antes del 31 de octubre de 1517 y tiene como testigos -entre los que el nombre de Martín Lutero es uno más- una larga, diversa y representativa lista. Asimismo, limitar el comienzo de este proceso a una determinada área geográfica es igualmente- una forma de empobrecer el concepto de Reforma. Varios concilios previos al 1517 tuvieron el objetivo de llevar a cabo esos cambios que podrían devolver a la comunidad cristiana la frescura inicial, pero lamentablemente vieron que sus resoluciones quedaban como un camino lleno de buenas intenciones pero no lograban su objetivo. La iglesia se encontraba en un debate intenso entre quienes colocaban a los concilios como el espacio privilegiado de gobierno y el logro de consensos teológicos y pastorales frente a quienes, con la intención de proteger la unidad de pensamiento, pensaban que el camino pasaba por la concentración del espacio de decisiones en la persona del obispo de Roma.

 

También sería un error hablar de una “contrarreforma” cuando en realidad tenemos que hablar simultáneamente de una reforma protestante y una reforma católica. Ambas son aspectos de un mismo ideal de reformar la forma de comprender la iglesia. Junto y no frente a la Reforma protestante tenemos también la reforma católica con nombres muy destacados. En España todo el proceso de los “descalzos” es parte de ese movimiento y la figura, tanto de Pedro de Alcántara junto con todo el movimiento franciscano como la figura de una mujer fuerte como Teresa de Jesús, son parte de ese movimiento llamado -en general- Reforma.

 

En América Latina también aparecen figuras que llevan a cabo ese proceso de renovación y refundación de la comunidad cristiana. Como ejemplo de esos aires de Reforma, es importante rescatar para las iglesias que se reconocen como parte del movimiento de la Reforma una figura como la de Toribio de Mogrovejo, que desde el Arzobispado de Lima -y con grandes disgustos de los espacios de poder político y aún religioso- trabajó para acercar la fe, los derechos humanos y la inclusión radical de todas las poblaciones excluidas y marginadas por el sistema de poder económico y cultural. Asimismo, la larga lista de los archivos de la Inquisición en nuestro continente -al igual que los de España- nos muestran la cantidad de mártires y testigos de ese movimiento con sed de Reforma, tanto en su jerarquía como en sus prácticas pastorales. Esta larga lista de testigos de la fe tiene que renovar nuestro compromiso -aquí y ahora- de continuar reformando nuestras comunidades para que sean cada día más fieles al proyecto y voluntad de Aquel que se hizo libertad para que todas y todos vivamos en libertad abundante.

 

El limitar el concepto de la Reforma a una persona y a un día nos puede hacer caer en la tentación de sacralizar estructuras mentales y teológicas, cerrando la posibilidad de un proceso dinámico, constante y actual. Todas las ortodoxias que quisieron fijar este proceso en un día y una persona terminaron empobreciendo el proceso de la Reforma, que tiene necesariamente que continuar abierto en todos sus aspectos, y llevarlo más allá de todas las fronteras que nuestros temores y necesidades de seguridad quieren levantar para dividir y aislar.

 

El proceso de la reforma es un intento siempre renovado de vivir el escándalo del Evangelio que todo lo transforma para incluirlo en una gran comunidad de hermanos y hermanas, donde nada ni nadie queda excluido.

 

Retomando una y otra vez el espíritu plasmado en la Confesión de Augsburgo, se nos hace necesario encarnar la provisionalidad de las divisiones actuales. No somos una iglesia ecuménica por oportunismo político o por necesidad social, sino que la voluntad de unidad forma parte del núcleo del movimiento de la Reforma, por ello no podemos dejar de lado a la diversidad de formas, personas y actores de este proceso, siempre abierto, siempre desafiante. Es interesante considerar las notas al pie de página de cada uno de los artículos de la Confesión de Augsburgo, que se apoya en los grandes momentos de consenso dentro de la comunidad de fe. Las citas de los diversos concilios se repiten una y otra vez. Asimismo, es llamativo cómo se llama en apoyo de sus principales afirmaciones a las autoridades teológicas y de santidad de vida, a quienes la recepción comunitaria aceptaba sin mayores debates. El nombre de san Agustín, Ambrosio, Jerónimo, Bernardo y otros se repiten una y otra vez como testigos y apoyo de cada una de las afirmaciones de fe. Esos nombres y su pensamiento forman parte del pensamiento de la Reforma. Es por ello, porque se piensa en esos contextos de debate, que una serie de afirmaciones no son puestas en debate.

 

El proceso de la Reforma, que en un primer momento es profundamente pastoral -tal como lo muestran las 95 Tesis de Martín Lutero- es un proceso de revisión de toda esa tradición, sin renunciar ni olvidar pero sí de adaptar a nuevas situaciones y desafíos. El movimiento de la Reforma no es un movimiento de ruptura, sino -muy por el contrario- de continuidad. Puede parecer asombroso, pero las 95 Tesis con las que comienza la Reforma protestante, muestra que en realidad es el Obispo de Roma el que ha introducido novedades sin consenso y es ese tema el que se quiere debatir y que aún hoy es tarea pendiente. Esta autocomprensión de la Reforma protestante de ser una continuidad y adaptación de la gran tradición es el fundamento que nos lleva a afirmar, una y otra vez, que nunca fue la intención crear una nueva iglesia o dividir dolorosamente la comunión. Porque el movimiento de la Reforma protestante se considera a sí mismo como parte de la iglesia que siempre será “una, santa, apostólica y católica”, provisoriamente no romana. De este concepto nace nuestra vocación ecuménica, sostenida tanto a tiempo como a destiempo.

 

El movimiento de la Reforma protestante tal como se refleja en las 95 Tesis de debate de Martín Lutero tiene un comienzo a partir de una preocupación netamente pastoral y social frente a la situación de pobreza y explotación del pueblo. Pero poco a poco descubre que esa preocupación pastoral y social no puede quedar aislada de una renovación teológica que, ubicada en una hermenéutica fundada en la sola fe en la única y sola gracia proclamada y vivida solamente por Jesús de Nazaret -proclamado como el Cristo del Dios del Reino y revelado sólo en las Escrituras- es un grito de unidad y de inclusividad sorprendente.

 

Pastor Lisandro Orlov.

Iglesia Evangélica Luterana Unida.

Buenos Aires, Argentina.

 

Reflexiones y recursos para celebrar los 500 años del movimiento de la Reforma

Número 1 Año 2014

jueves, 28 de octubre de 2021

Reforma Protestante - Lutero y la Reforma Litúrgica

 

Introducción

 

No hay nada tan deseado y temido por los seres humanos como la renovación. Siempre que oímos hablar de que una renovación se acerca algunos que se alegran mucho y dan gracias a Dios porque sus oraciones han sido contestadas. Dicen: “Al fin, Señor, ya era hora que esto cambiara”. Otros, al contrario, se empiezan a preocupar porque la renovación que se acerca afecta sus intereses, sus posesiones, su manera de entender las cosas.

Quienes temen a la renovación dicen: “Señor, ten piedad de nosotros, no permitas que esto vaya demasiado lejos”. Y es verdad. Las renovaciones siempre benefician a unos y perjudican a otros. De todas formas, más tarde o más temprano, la renovación llega. Es un proceso natural de la vida. Por eso debemos prepararnos para los cambios, sobre todo cuando estos son necesarios para el bien de la inmensa mayoría.

Muy pocas veces las renovaciones son bien recibidas por todos y sus protagonistas son tildados de locos, fanáticos, inconformes, revolucionarios. La incomprensión y la oposición acompañan a la renovación, pero el paso del tiempo va dando razón a quienes parecían no tenerla. La historia humana está llena de momentos renovadores. La historia de la iglesia, por ser también historia humana, no ha estado ni estará ajena a la necesidad de la renovación.

Uno de esos momentos de mayor renovación en la vida de la iglesia fue sin duda la Reforma Protestante del siglo XVI, y sus modestos inicios se deben a las locuras de un joven monje alemán llamado Martín Lutero. Uno de los legados más valiosos de la Reforma –y en el cual Lutero y sus contemporáneos jugaron un papel importante–  es la renovación litúrgica. Esa experiencia mantiene un gran significado para nuestras iglesias hoy.

¿En qué consiste esta vigencia o testamento litúrgico de la Reforma? Para responder a esta pregunta vamos a considerar tres aportes fundamentales de la Reforma en el ámbito del culto cristiano:

1.    La renovación litúrgica responde a una renovación teológica:

1.1 El principio protestante de la "sola Escritura" restaura el lugar central de la Palabra en el culto cristiano. Traducir la Biblia al alemán, leer las Escrituras y predicar en el idioma que la gente entiende, son obras de Lutero que demuestran la importancia de devolver la Palabra de Dios al pueblo. La poca preparación de muchos sacerdotes provocó la crisis de la predicación en la Edad Media, cuando, en lugar de leer las Escrituras, se usaban pasajes de la vida de los santos. Así, la fe se distorsiona, se diluye en lo secundario, y no se enfoca en lo esencial del evangelio. Así también la fe puede ser manipulada de acuerdo con los intereses de quienes tienen acceso a la Biblia y la pueden interpretar.

Hoy en día, muchos sermones se preparan a partir de historias y anécdotas sensacionalistas y se pierde la inspiración bíblica de la predicación cristiana. Algunos también se limitan a ciertos pasajes conocidos, preferidos y de fácil interpretación, olvidando la riqueza de todo el mensaje de Dios en la Biblia. Al contrario de Lutero, reformadores como Calvino y Zwinglio rechazaron el uso del Leccionario y el Calendario Cristiano y eligieron los pasajes bíblicos que debían ser leídos en el culto, de acuerdo con lo que querían predicar.

1.2 Lutero no solamente se valió de la lectura bíblica y la predicación para difundir las nuevas doctrinas de la Reforma, sino también del mensaje de los himnos. Para Lutero, los himnos tenían tres propósitos fundamentales: Litúrgico: conservar la tradición de la iglesia; teológico: adorar a Dios y proclamar el evangelio, y pedagógico: comunicar la nueva doctrina, educar en la fe cristiana. Lutero privilegiaba la simplicidad de la melodía para que el texto fuese comprendido claramente. Sonidos y palabras simples harían posible la comunión entre el creyente y Dios.

Sólo aquello que cantamos y entendemos es capaz de educarnos. Un líder de la iglesia Romana en aquellos días declaraba: "Los himnos de Lutero han sido mucho más dañinos que todos sus sermones y sus libros". Por su parte, Calvino, en su afán de ser fiel a las Escrituras, redujo el canto congregacional al canto de los Salmos. Entendía que toda la música extrabíblica creada por los seres humanos no era apta para la adoración a Dios. No se daba cuenta de que con esta actitud dejaba fuera de los himnos los temas esenciales del Nuevo Testamento: Cristo y la iglesia. Nosotros, hoy, entendemos que la iglesia debe alternar el canto bíblico con aquel que refleja la realidad del mundo en el cual vivimos y al cual servimos.

1.3 Los principios de la "sola gracia" y "la sola fe" hicieron entender el culto como un encuentro de los creyentes libres, entre sí y con Dios. El culto va a perder su carácter sacrificial idea promovida por la doctrina de la transustanciacióny meritorio la idea de que asistir al culto nos hace mejores cristianos, al tiempo que acumulamos puntos para nuestra salvación para convertirse en una experiencia gozosa de la gracia de Dios, en el disfrute de los beneficios del amor de Dios. No se ofrece en el culto ningún sacrificio, a no ser la entrega de la propia vida a la causa de Cristo. El culto es cristocéntrico, adoramos a Cristo, no al sacramento. El culto, al igual que la iglesia que lo celebra, no es una institución, es la comunión de los creyentes con Dios, es alabanza y adoración por su salvación gratuita.

1.4 Estos principios se complementan de manera equilibrada, cuando el culto se concibe como una experiencia didáctica y devocional, racional y mística. Es importante relacionar la verdad bíblica con la vida de la congregación. El culto de Zwinglio privilegió la enseñanza, el de Calvino, el canto bíblico. Ambos rechazaron el simbolismo, dimensión tan necesaria para la espiritualidad humana. En el culto escuchamos a Dios y orientamos nuestra vida de acuerdo con su Palabra, pero también venimos al encuentro del misterio de Dios con todo nuestro ser, dejando que todos nuestros sentidos, sensaciones, sentimientos y afectos se involucren en la adoración. El culto apela a la razón y a la emoción, celebrar a Cristo es comprender su Palabra y sentir como un fuego que nos consume, su llamado para servir a la causa de su amor, su justicia, su paz, su perdón, su reconciliación, su reino.

 

2. La renovación litúrgica promueve un culto encarnado en la cultura del pueblo

2.1 Además de teólogo, Lutero fue un músico. Siempre disfrutó del canto y amenizaba muchas reuniones con la familia y los amigos tocando el laúd y la flauta. Esto le permitió ser alguien sensible a los valores de su cultura.

La recuperación del canto congregacional es una de sus grandes contribuciones al culto de la Reforma y al culto cristiano universal. Cuando en el culto el pueblo canta su propia música, el culto no es una experiencia extraña, ajena: se convierte en algo que las personas aman y con lo cual se identifican profundamente. Cantar la fe desde su propia realidad y hacerlo de manera comunitaria y en el idioma autóctono era una manera de ejercitar el principio del sacerdocio universal de los creyentes. El pueblo adora a Dios tal y como es, desde su propia vida, con su propio ritmo, con sus palabras. Es una dimensión importante de la libertad en la adoración a Dios.

2.2 Sin embargo, Calvino y Zwinglio entendieron que la música era para el disfrute y el placer de las personas y tenía su espacio en la casa y en otras reuniones sociales, no en el culto. Por lo tanto, en sus liturgias sólo se canta al unísono y sin acompañamiento musical. Zwinglio fue más radical aún al plantear que la adoración verdadera a Dios se hacía "de corazón", por lo que no era necesario cantar, ya que la música era secundaria a la Palabra y distraía a la comunidad de su comunión con Dios. No fue sino hacia fines del siglo XVII que se introdujeron los himnos en las iglesias libres y congregacionales.

2.3 La adaptación del culto a la cultura local es una necesidad de primer orden que la iglesia había olvidado en aquellos tiempos. Lutero escribe dos guías para la celebración del culto que responden a esta necesidad de adaptación cultural. La primera se llamó Fórmula Missae y se usaba fundamentalmente en las iglesias y catedrales urbanas. Algunas partes de la misa permanecían en latín, pero la lectura y proclamación de la Palabra, así como el canto de los nuevos himnos, se hacían en alemán. La segunda fue la Misa Alemana, la cual era totalmente en alemán, y con una estructura sencilla, idónea para ser celebrada en parroquias de pueblos pequeños, pueblos rurales. De acuerdo con el lugar y las circunstancias se empleaban los cantos gregorianos en versos o las melodías populares alemanas.

2.4 El amor de Lutero por la música histórica de la iglesia y por la música de su tierra trajo como resultado una liturgia que unía la tradición con la novedad. Junto al canto congregacional, se escuchaban el coro y algunos cuartetos. El coral luterano fue una de las innovaciones en el canto cristiano cuyos aportes han perdurado hasta el día de hoy. Mantener el equilibrio entre antiguas y nuevas formas de culto es el desafío que Lutero nos lanza desde su tiempo.

Esa actitud respetuosa de la riqueza del pasado y de las necesidades del presente es la manera de no perder la identidad y la autenticidad de nuestro culto. Es muy doloroso ver cuántas veces las iglesias confunden renovación litúrgica con devastación del pasado. No todo lo que retuvimos del pasado es valioso, y no todo lo que aportamos ahora es valioso. Hay que discernir, desde ambos ámbitos, cuáles son los elementos más significativos para la comunidad que celebra, aquellos que responden a sus necesidades, a su tiempo y a su manera de comprender desde la fe todos los aspectos de su vida y su misión en el mundo.

2.5 Cuando ponemos a dialogar nuestro culto con nuestra cultura debemos tener cuidado de aquellos elementos culturales que pueden afectar la identidad del culto cristiano. Los reformadores del siglo XVI reaccionaron ante una cultura religiosa dominante representada por la jerarquía de la iglesia romana y, a la vez, recibieron inspiración para sus cambios en todo el movimiento de renovación cultural que se llamó el Renacimiento. También hoy existen "culturas dominantes" que orientan la vida y las relaciones humanas: el armamentismo, el mercado, el machismo, el dogma ideológico, el adultocentrismo, la religión universalista.

La iglesia de Jesucristo debe reconocer y enfrentar las "nuevas profanaciones" que el medio cultural trae al espacio de la celebración litúrgica: el individualismo, el placer momentáneo, el sensacionalismo, la música que impacta pero que nada dice, el estatus social, el culto evasivo, el consumismo religioso. Al mismo tiempo, el culto debe promover una cultura alternativa que enfatice el poder del amor, el de la no violencia, el poder de la reconciliación, del servicio humilde y desinteresado, del compromiso con la paz, la justicia y la vida plena de las personas.

 

3.    La renovación litúrgica promueve un culto participativo

3.1 El culto, en los tiempos de Lutero, era asunto del clero, de la iglesia. Ellos controlan la liturgia. El canto gregoriano era profesional, el pueblo no podía cantar aquellas melodías difíciles. El culto era un gran acto dramático de la vida y muerte de Jesús cuyos actores eran los clérigos, y el pueblo observaba pasivo sin entender bien lo que pasaba. Súmese a esto que la misa se pronunciaba de espaldas a la congregación, en latín y en voz baja, y resultaba, así, inaudible. El pueblo sólo "asistía" a la misa, no participaba de ella. Nosotros promovemos hoy una liturgia participativa e incluyente.

3.2 Los equipos de Liturgia son una propuesta para hacer realidad el protagonismo de la asamblea. En la tradición protestante y evangélica, la dirección del culto ha sido derecho exclusivo de los pastores y de algunos líderes, porque, queramos o no, la dirección del culto implica un espacio de poder. Quien tiene conocimiento, tiene poder. Por eso la asamblea debe conocer por qué celebra su culto de una manera determinada. Así se democratiza el poder. Participación e inclusividad en la liturgia son principios y valores cristianos por excelencia, más allá de la raza, el sexo, el origen social o el nivel intelectual. Por ejemplo, el culto que desarrollaron los grupos de la Reforma Radical, especialmente los anabaptistas, era determinado por cada congregación local y velaba por la participación de hombres y mujeres por igual.

3.3 Participar activa y conscientemente de la Cena del Señor era uno de los anhelos de la Reforma. La celebración de la cena había perdido este carácter comunitario y se había revestido de un complejo ceremonial, oscuro para el pueblo, algo mágico y milagroso que atrajo la atención de la gente hacia lo que veía, hacia lo sensacional. Esto incentivó la piedad popular y el pueblo comenzó a atribuir a la hostia poderes para curar enfermos y bendecir las cosechas. Además, los fieles sólo concurrían a la cena una vez al año y con mucho miedo. La teología de la época enfatizaba la naturaleza pecaminosa de las personas, de tal manera, que se consideraban indignos de participar de la cena. De este modo, sólo el clero comía el pan y bebía la copa en lugar del pueblo.

3.4 Los reformadores querían volver a la adoración sencilla y comunitaria de los tiempos del Nuevo Testamento (Hechos 2). Reunirse alrededor de la mesa, dar gracias y partir el pan entre todos y todas. Para Zwinglio la cena era expresión de la fe de la comunidad en respuesta a una ordenanza de Cristo. Como consecuencia de ello, diseñó un ritual bastante simplificado de la comunión, le dio un carácter de comida familiar y promovió el sentido memorial-simbólico de la comunión. Lutero y Calvino convenían en afirmar la presencia real de Cristo en la cena, aunque no aceptaban la doctrina de la transustanciación. Calvino enfatizó más la idea de la "presencia real del creyente", es decir, participar y conocer el sentido de aquella ceremonia.

3.5 En sentido general, los reformadores lucharon por la celebración frecuente de la cena y para permitir que el pueblo participara de manera activa y consciente, aunque no lograron hacerlo más de cuatro veces al año. Con el paso del tiempo, la centralidad de la Palabra va a relegar a un segundo plano la celebración de la cena, a tal punto, que hoy existen muchas iglesias evangélicas que apenas celebran la comunión una vez al año. Es un desafío para la iglesia cristiana en la actualidad, restaurar la igualdad de la Palabra y de la Mesa como momentos esenciales y fundantes del culto cristiano.

3.6 El culto enfatizaba la individualidad, no la comunión. Durante la Edad Media , los monjes habían promovido una adoración individualizada, centrada en la contemplación, la oración y la meditación personal, y no en la proclamación de la Palabra que es por esencia un acto comunitario. Ante la práctica extendida de las misas privadas, Lutero proclama que sin asamblea reunida no hay culto verdadero. Es Dios quien convoca y quien reúne a la comunidad. Es Dios el que ofrece un servicio a la comunidad a través de los beneficios de su Palabra.

El pueblo, entonces, responde a la palabra con arrepentimiento, obediencia, compromiso, no sobre la base del miedo al castigo divino sino movidos por la gratitud al amor salvador de Dios. No venimos al culto a adorar de manera individual, sino con nuestros hermanos y hermanas. La fe cristiana debe ser vivida y celebrada en comunidad y no de manera aislada. Si no nos congregamos en un mismo sentir, como una sola alma, entonces no se cumplirá aquella promesa de Jesús de que "donde hay dos o tres reunidos en mi nombre allí estaré yo".

Conclusión

Estos aportes de la Reforma en el ámbito del culto cristiano nos ayudan a entender como iglesia de Jesucristo la necesidad de una constante renovación litúrgica para que podamos ser fieles a nuestra historia y a nuestra vida. Nuestras iglesias deberían experimentar la renovación constante como un proceso de crecimiento, maduración y actualización de nuestra misión en

 

el mundo. Esto dará frutos positivos y permanentes en la vida de toda la comunidad de fe. Una renovación litúrgica fiel a la rica herencia de la Reforma no debe olvidar que:

o   La renovación litúrgica es la consecuencia natural de una renovación teológica. Una nueva manera de experimentar a Dios, de leer la Biblia y de ser iglesia en nuestros contextos de vida implica una nueva liturgia que exprese estos cambios.

o   La renovación litúrgica debe pasar por la incorporación de nuestros valores culturales: nuestra música, nuestra manera de decir, nuestra historia, nuestro mestizaje latinoamericano, nuestro pensamiento, nuestra manera de relacionarnos y mostrar afecto.

o   La renovación litúrgica debe promover la participación y la inclusividad. Cada grupo de edad, cada persona trae su aporte, su estilo, su don, para que cada celebración sea el culto de toda la comunidad.

Lic. Amós López Rubio. Artículo para la Revista “Signos de Vida”, CLAI

sábado, 2 de octubre de 2021

EL CULTO CRISTIANO - PROBLEMAS DE CELEBRACIÓN

LOS ELEMENTOS DEL CULTO. 

Predicación y Santa Cena.·       

La proclamación “profética” de la palabra de Dios: la predicación

No podemos hacer aquí una historia de la predicación en el culto. Notemos solamente que el lugar y la importancia que se concede a la predicación cultual es quizás el barómetro más seguro para medir la voluntad de la fidelidad litúrgica de una iglesia. La atrofia o la hipertrofia homilética  –la historia de la Iglesia conoce las dos– son una señal de enfermedad, mientras que los períodos de salud en la vida eclesial son también períodos de gran seriedad homilética.


¿Cuál es la diferencia entre esta proclamación de la palabra y las demás? Es doble. La predicación es, en las manos de Dios, un medio fundamental para intervenir directa y proféticamente en la vida del pueblo de la Iglesia, consolando, rectificando, reformando, examinando…. La predicación tiene en el culto “un carácter histórico-concreto, libre y pneumático” (P. Brunner). Impide la petrificación de la palabra de Dios –en el allí y entonces de su cumplimiento en Cristo–, para reactualizarla en el aquí y ahora de la situación determinada, y demostrar así que las otras reactualizaciones, y en particular la eucaristía, no son ilusión, sino una realidad.

La segunda diferencia es que la predicación no es solo el signo de la libertad de Dios, sino también de la libertad humana. El culto es el momento en que el predicador o predicadora pueden testimoniar la verdad y la realidad de lo que las lecturas anteriores han dicho. Introduce así en el culto un elemento de testimonio. Uno de los misterios más profundos del amor de Dios es que si él se entrega a nosotros, es para entrar en nuestro interior y para invitarnos a que lo llevemos al mundo, tejido en nuestra carne.

La predicación de la palabra siempre tiene un fin sacramental, busca siempre un sacramento que la conformará y la sellará. Y si el sacramento necesita la proclamación de la palabra de Dios para evitar la autojustificación de cierto carácter mágico, también la predicación necesita el sacramento para evitar la autojustificación del intelectualismo de la charlatanería.

¿Es necesaria la predicación al culto cristiano? Lutero tenía razón al decir: “Donde no se predica la palabra de Dios, es preferible no cantar, ni leer, ni reunirse”. ¿Por qué esa necesidad? Brevemente, diremos que la predicación es necesaria al culto porque aún no se ha manifestado el Reino de Dios en todo su poder. En él no tendrá lugar la predicación.

Se podría decir que la liturgia, con la eucaristía, testimonia que la Iglesia participa en la historia de la salvación, mientras que la predicación testimonia que la Iglesia se introduce en el mundo gracias a dicha historia. La eucaristía afirma la presencia de la alegría del cielo y alimenta la esperanza. La predicación, por su parte, afirma la permanencia del eón presente, es una llamada a la fe y la alimenta. Así, cuando la predicación devora todo el culto, la Iglesia olvida que el reino se ha acercado: se encuentra, pues “desescatologizada”. Pero cuando la eucaristía devora todo el culto, la Iglesia olvida que el mundo dura aún, y queda “deshistorizada”.

La doble necesidad para el culto de la predicación y de la eucaristía es la señal más poderosa, quizás, de la situación dialéctica de la Iglesia: no es del mundo, por eso participa en el banquete celestial; pero está todavía en él, por eso tiene necesidad de las advertencias, enseñanzas, ánimos y consuelos de la predicación. Estas dos formas principales de la gracia atestiguan la tensión escatológica que vive la Iglesia en el culto. Si la eucaristía une la Iglesia con el futuro, la predicación lo hace con el presente. Por eso, la predicación no es solo necesaria, sino que  merece también el respeto y los cuidados más esmerados.


La santa cena


      Antes no hemos ofrecido una teología de la palabra de Dios, y tampoco lo haremos ahora con la eucaristía o los sacramentos. Ello depende más de la teología sistemática que de la práctica.

      Es posible distinguir tres aspectos interrelacionados e igualmente importantes en la celebración de la santa cena. Si se privilegia el aspecto memorial, se corre el peligro de inclinarse hacia una concepción principalmente sacrificial de la cena: esta puede celebrarse entonces sin que comulgue nadie más, fuera de la persona oficiante. Y si se privilegia solo el aspecto de la comunión, existe la amenaza de convertir la cena en una simple comida fraterna, un ágape, en la que los elementos sacramentales no tienen valor propio. Por último, si se quiere privilegiar solo el aspecto de la irrupción del futuro y de su gloria, se corre el peligro de no poder justificar la existencia de esos elementos que son el pan y el vino, y se corre por tanto el riesgo de disolver la vida sacramental en el silencio de los cuáqueros, en un éxtasis colectivo o en la mística.

Veremos más adelante algunos temas prácticos de la celebración de la santa cena, como también una reflexión sobre los elementos de la cena, el pan y el vino. Aquí tenemos que tratar en qué medida la cena es un elemento del culto, hasta qué punto la celebración de la cena es necesaria o no, para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano. Hay que ver la historia eclesiástica para averiguar cómo se ha obedecido a la orden dada por Jesús en el momento de la institución de la cena: “Hagan esto en memoria mía”.

Se dice de los primeros cristianos y cristianas que “eran fieles en conservar la enseñanza de los apóstoles, en compartir lo que tenían; en reunirse para partir el pan y en la oración” (Hch 2.42). Esto quiere decir que ya entonces era una costumbre. Se refiere también, incidentalmente, que la comunidad de Tróade se había reunido el primer día de la semana “para partir el pan” (Hch 20.7), y según este texto, parece que existe un lazo automático entre “día del Señor” y “partir el pan”. En la primera carta a los corintios, nada deja suponer que las asamblea no fueran, como norma general, eucarísticas. Y por el contrario, el apóstol acusa a los corintios, en un contexto que habla de lo que sucede en sus reuniones, de haber corrompido la cena del Señor por la forma de celebrarla.

Hasta el siglo V era obvio que el conjunto de los creyentes participasen de la eucaristía cada domingo. Pero, por diversas razones, y en particular, por causa de un desequilibrio en el interior de la doctrina de la cena, la comunión de los fieles se hizo cada vez más rara. Este desequilibrio favorecía, sobre todo en occidente, el elemento “memorial” de la eucaristía con perjuicio de sus elementos de “comunión” y “escatológico”. En el siglo IX, la comunión se hizo anual, y esto amenazaba en convertirse en un abandono casi total, hasta tal punto que el concilio de Letrán exigió que los fieles comulgasen al menos una vez al año, en tiempo de pascua.

Esta fue la situación que encontraron los reformadores. Lutero mantuvo la eucaristía dominical, como también más tarde los anglicanos, y con ellos el movimiento metodista. Solo los reformados renunciaron a ello, por razones culturales, por necesidad de mostrar un culto diferente de la misa católica, o por un motivo psicológico, el de la renovación brusca de los ministros tras la ruptura con Roma, con el riesgo de hacerse pasar por usurpadores, ante comunidades que todavía mantenían algunas nostalgias romanas. Karl Barth, el gran teólogo reformado, se pregunta “¿cómo se ha podido comprender tan mal a sí misma la Iglesia reformada, que ha podido parecer que era una Iglesia sin sacramentos y hostil a ellos”?

¿Es necesaria la cena para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano? Intento dar tres respuestas. En primer lugar, simplemente, porque Cristo la instituyó y dio orden de celebrarla. Por tanto, es necesaria por simple obediencia. Su orden de llevar el evangelio al mundo no es un mandato litúrgico, sino apostólico.

Las otras dos razones son más teológicas. Al exponer el fundamento cristológico del culto hemos dicho que éste reflejaba las dos grandes etapas de la vida de Cristo: la de Galilea, centrada en la palabra, y la de Jerusalén, centrada en la cruz. La historia de Jesús lleva a la cruz. Sin ella, su ministerio profético y magisterial está vaciado de su verdadera sustancia. Pero este ministerio profético y magisterial es necesario también para su ministerio sacerdotal, no solo para hacerlo inteligible, sino para motivarlo y hacerlo posible. 

Se puede decir que la cena es necesaria a la predicación, como la cruz lo es para el ministerio de Jesús. Este quedaría embotado, sin cabeza, y sería sectario y moralizante. Un culto sin cena es como un ministerio de Jesús sin viernes santo. Pero si la cena es necesaria para que el culto de la Iglesia sea verdaderamente cristiano, ¿da ésta algo más que la palabra? Ciertamente da algo distinto de la predicación, porque da el evangelio, y con él la vida. Pero también sucede algo más que en la proclamación de la palabra: la comunión existencial que Dios espera puede manifestarse, y el don de los fieles puede corresponder al don de Dios de forma visible creando un compromiso; además de ser una carga de fuerza y de bendiciones para enviarnos al mundo en nombre del Señor. Por eso es una “eucaristía”, donde nosotros, los fieles, estamos invitados a presentarnos delante de Dios para consagrarnos a él como sacrificio vivo y santo, para alabarle y bendecirle con el don de nosotros mismos.

La palabra, por tanto, no es suficiente para hacer del culto de la Iglesia un culto cristiano, sino que es preciso también que exista la cena además de todos los elementos que nos falta revisar: las oraciones, incluyendo las confesiones de fe y los himnos y cánticos, y los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria.

Jean Jacques von Allmen, en El Culto Cristiano, Sígueme, Salamanca, 1968. Resumen y adaptación de GBH

martes, 28 de septiembre de 2021

El bautismo de párvulos según Juan Wesley

 

La segunda frase del Artículo de Fe metodista sobre el bautismo dice: “El bautismo de los párvulos debe conservarse en la Iglesia”. En este sentido Wesley fue muy claro y continuando la tradición anglicana, sostiene esta práctica con cuatro argumentos:

1.     Si bien el Nuevo testamento no menciona ningún bautismo de niños, cuando el Nuevo testamento habla del bautismo de una “familia” (Hechos 16, 32-33; I Cor 1, 16), es sumamente probable que haya habido niños entre ellos, y que, por otra parte, estando los judíos acostumbrados a practicar la circuncisión, como rito que establece el sello de pertenencia al pueblo de Dios, a los ocho días de nacido el niño, es muy probable que hayan dedicado ahora sus hijos a Dios mediante el bautismo.

2.     De todo el testimonio cristiano primitivo es muy razonable deducir que el bautismo de niños es una práctica muy antigua entre los cristianos. Posiblemente en la primera generación de cristianos no porque en su conversión el problema no existía ya que eran todos jóvenes y adultos, siendo esta la situación que refleja el Nuevo Testamento.


3.     En el bautismo de párvulos la Iglesia da testimonio de que la gracia salvadora de Dios en Cristo es también para los niños y es anterior a toda obra, mérito o predisposición humana. La idea del bautismo de los niños de hogares cristianos es que esos niños son tan cristianos como puede serlo un niño pequeño, y que la influencia del hogar y de la Iglesia los coloca en un ámbito distinto y especial, que los ha de preparar hasta el día en que, conscientemente acepten y confirmen personalmente a Jesucristo como su Señor. Como aval de este argumento, está el testimonio de la Escritura cuando dice “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidan…y poniendo sobre ellos las manos los bendecía”, este gesto era aceptado en la iglesia primitiva como el gesto que acompaña al bautismo.

4.     Finalmente diremos que, si bien el bautismo de niños no se encuentra explícitamente indicado en la Biblia, nuestra Iglesia lo acepta porque no es una práctica que pudiéramos llamar “anti-bíblica”, ni contraria al espíritu del Evangelio. La Iglesia debe hacer claro que los padres del bautizado sean cristianos, o por lo menos uno de ellos, de modo que puedan hacer seria y formalmente la promesa de educar a sus hijos en la fe cristiana.

Por último, dejemos que sea Wesley mismo que puntualice su visión sobre el bautismo de niños:


“Si el bautismo exterior es necesario para la salvación, y los niños deben ser salvados así como los adultos, no podemos nosotros negarles ningún medio para salvarlos.

 “Si nuestro Señor les invita a venir, a ser traídos a él y declara “De los tales es el Reino de los cielos”; 

“Si los niños son capaces de hacer un pacto o de tener un pacto hecho por otros, de ser incluidos en el pacto de Abraham y nunca fueron excluidos por Cristo.

“Si ellos tienen el derecho de ser miembros de la Iglesia, y fueron miembros del pueblo judío;

“Si supuestamente nuestro Señor hubiera decidido excluirlos del bautismo, él hubiera expresamente prohibido a sus apóstoles que los bautizara (cosa que nadie se atreve a afirmar que hizo) dado que de otra manera ellos lo hubieran rechazado ya que esa era la práctica universal de su nación;

“Si es altamente probable que ellos lo hicieran, aún por la letra de la Escritura, porque frecuentemente bautizaban casas enteras y sería muy extraño que no hubiera niños entre ellos;

“Si toda la Iglesia de Cristo por 1700 años bautizó niños y nunca se opuso nadie hasta que en el pasado siglo lo hicieron unos no muy santos hombres en Alemania. (los anabatistas)

“Por último, si existen tal cantidad de inestimables beneficios traídos por el bautismo, el lavado de la culpa del pecado original, el compromiso con Cristo haciéndonos miembros de su Iglesia, y además dándonos el derecho a todas las bendiciones del evangelio; a todo esto sigue que,

“ ¡Sí! los niños pueden y deben ser bautizados y nadie debe impedírselos.”


El bautismo de niños/as constituye para la tradición metodista un medio de gracia al mismo nivel de los demás, debe ser practicado con reverencia y con preparación adecuada de la Iglesia para con los padres/madres y padrinos. Siendo un sacramento, debe ser realizado en el seno del culto público y no fuera de él – a no ser por causas de imposibilidad física- pues la congregación es testigo de la gracia y guardadora de su cumplimiento y crecimiento en la vida del bautizado.


Daniel Bruno para CMEW

Extractado de “Señales de un metodista”, CMEW. Iglesia Metodista Argentina.